
Natural o de sabores, desnatado o entero, con frutas o edulcorado, este producto elaborado por medio de la fermentación láctica acida de la leche, generalmente de vaca, goza de una excelente reputación. Y no es para menos. Casi todos coinciden en que el yogur fue una invención de los turcos y que es originario de Asia Central. Sus orígenes se remontan 4.000 años atrás, cuando los pueblos nómadas tansportaban la leche en bolsas de piel. Con la temperatura y las bacterias que quedaban en estas bolsas la leche se coagulaba de forma espontánea, lo que daba como resultado esta leche fermentada.
Sin embargo, no fue hasta principios del siglo XX que el yogur comenzó a popularizarse en toda Europa gracias a un biólogo ruso llamado Ilya Ilych Mechnikov (Premio Nobel 1908), quien demostró que este producto contenía bacterias capaces de convertir el azúcar de la leche en ácido láctico y que este ácido impedía el desarrollo de bacterias dañinas en el intestino, derivadas de la descomposición de los alimentos. También descubrió la enorme cantidad de vitaminas del grupo B que contiene y atribuyó al consumo de este alimento la sorprendente longevidad de los campesinos búlgaros. Desde entonces, al yogur se le han atribuido un sinfín de propiedades: es fácil de digerir, combate los efectos secundarios de los antibióticos, inhibe la actividad de algunos gérmenes, etc. Todavía no se ha demostrado que su consumo nos garantice vivir más tiempo; lo que es innegable es que nos ayuda a vivir mejor.